Descripción
Si la ciudad se ha forjado con las alegrías y tragedias de quienes la habitan, si ha sido caja de resonancia donde reverbera el eco de lo humano y su heterogénea historia, adentrarse en la ciudad de la mercancía es encarar una realidad opuesta. A un espacio adocenado corresponde una experiencia anestesiada: el aire de la ciudad ya no nos hace libres. Muy al contrario, la sociedad tecnológica que conecta desde el aislamiento origina desarraigo y disgregación social, o bien una cohesión perversa que se vale de la mercancía a cuyo falso calor nos congregamos. Consecuencia de todo ello es que la tensión, el pálpito y la sensualidad de la vida social pierdan fuerza y se aminore el riesgo del encuentro, el desafío de la mirada directa, el roce del juego en la calle o la carnalidad del abrazo.
Ruinas intangibles del pasado, los lugares de la ciudad acosada que aún resisten milagrosamente la amenaza de la piqueta, diseminados aquí y allá, restos del campo de batalla de una destrucción infligida a sangre y fuego, son ciertas calles y rincones, establecimientos comerciales o bares; campos cultivados en medio del paisaje postindustrial; fragmentos de naturaleza indómita, auténticas islas del tesoro en el océano de cemento; fábricas abandonadas o antiguos almacenes y talleres en desuso. Plenos de soberana inactualidad y afirmativa inutilidad, se cargan de propiedades y significaciones inéditas e insospechadas, entrado en funcionamiento todo un bagaje común al ser humano, que se halla habitualmente amordazado por las exigencias productivas y por el ritmo alienante de la vida cotidiana. Lejos de todo reduccionismo, tales cualidades contribuyen a dilatar la experiencia de lo real al desencadenar el pensamiento analógico, el delirio interpretativo o el desbordamiento poético. A través de estos estados de suspensión es posible adentrarse en lo desconocido y experimentar una expansión del sentido de lo real.