25 de abril de 2020
Soy padre de una niña de ocho años y un niño de tres. Vivimos en un pueblo con más de 20.000 habitantes. Tan pronto como el Gobierno de España declaró el «estado de alarma» por la expansión del coronavirus Covid-19, mi compañera y yo tuvimos claro que, sabiendo lo que se sabía del virus y viendo que el gobierno seguía mandando a trabajar a miles de trabajadores, no debíamos mantener a nuestros hijos encerrados en casa. Consideramos que el hecho de que nuestros hijos salieran algo a la calle era «esencial».
El decreto del estado de alarma nos dejaba el resquicio de llevar a nuestros hijos a la compra y alegar que no había ningún otro adulto con el que pudieran quedarse en casa. Sin embargo, no nos pareció lo más sensato ni lo más seguro, para ellos ni para los demás, llevar a nuestros hijos a hacer colas, o a comercios en espacios cerrados. Decidimos que iría a hacer la compra yo solo y después saldríamos a la calle con nuestros hijos. Así, una vez pasada la hora de cierre de los comercios, a mediodía, tomando calles poco transitadas por peatones o policía, no acercándonos a nadie, no hablando con nadie y no tocando nada, mi hija y yo hemos salido diariamente de nuestro pueblo y caminado una hora por un camino de montaña.
Mi compañera también ha salido con nuestro hijo diariamente, con la misma disciplina, siempre por espacios abiertos, pero sin llegar a salir del pueblo. Ha tenido que soportar ser censurada por alguna amable señora asomada a su balcón, y la policía los han mandado a casa, de malas maneras, sin pararse a demostrar si efectivamente había algún otro adulto con el que nuestro hijo pudiera quedarse mientras ella iba a la farmacia de guardia, por ejemplo.
Pasaron así cuatro semanas tras la declaración del estado de alarma. Los datos debían de ser mejores, pues el gobierno decidió mandar de vuelta al trabajo a los miles de trabajadores «no esenciales» que había sacado de las calles dos semanas antes. Sin embargo, también optó por mantener a los niños encerrados en sus casas y seguir imponiendo el régimen de confinamiento más severo de Europa, que no atiende a diferencias entre pueblos, regiones o ciudades y del que no se salvan ni las islas. No parecen haberse dado cuenta de que, para poder tomar un poco el aire, han condenado a todo aquel que no tenga perro a ir a comercios en espacios cerrados y a comprar cualquier cosa para poder obtener el recibo de compra que les sirva de salvoconducto ante la policía, cuando sería bastante menos peligroso, virológicamente hablando, poder dar un limitado paseo al aire libre. Para ello, además de utilizar discursos paternalistas que infantilizan a la población, el gobierno ha promovido el bombardeo mediático con ruedas de prensa en las que, tras el puntual recuento de bajas, señores de uniforme dan cuenta de la ingente cantidad de sanciones impuestas. Puede que la «desescalada» policial y militar sea lo último que veamos en esta crisis.
Pasadas cinco semanas, la curva de contagios estaba ya «aplanada», el riesgo de colapso del recortado sistema sanitario español era mucho menor, y las evidencias científicas empezaban a poner en duda que los niños sean grandes «vectores de transmisión» del coronavirus, poniendo así aún más en evidencia que el confinamiento total de los niños es una decisión política, no científica. Esto, por otra parte, ya lo habían demostrado las distintas políticas, con distintas medidas de gestión de la crisis, impulsadas por los distintos gobiernos europeos.
Debido a una cuestión laboral, un día en el que no habíamos podido salir con nuestros hijos al mediodía, decidimos hacerlo al anochecer. De nuevo, pasada la hora de cierre de los comercios, y con estricta disciplina, salimos de casa por separado, yo con la niña y mi compañera con el niño. Sin embargo, en esta ocasión, más de cinco semanas después, y para celebrar que un par de días antes se había anunciado que por fin podríamos salir con nuestros hijos más tranquilamente, decidimos encontrarnos y correr y saltar un poco los cuatro juntos detrás de una casa apartada en la que actualmente no vive nadie. Sin embargo, alguien nos vio y nos denunció a la policía municipal. Una patrulla en coche salió a nuestro encuentro. Aunque uno de los dos agentes, visiblemente nervioso, amenazó un par de veces con multarnos, finalmente me tomaron los datos y nos dejaron marchar «con una advertencia».
No sé si el más calmado de los policías tomó esta decisión de forma personal, por alguna consigna de sus superiores o debido a alguna sugerencia de los responsables políticos del municipio. Sea cual sea la razón, la verdad es que nos ahorró el tener que recurrir la multa para tratar de no vernos obligados a pagarla. De hecho, numerosos juristas, e incluso la abogacía del estado, han mostrado sus dudas sobre la legalidad de muchas de las multas que se están imponiendo. Al parecer, para ser multado acorde a la ley, hay que haber desobedecido una orden expresa, clara e individualizada, esto es, negarse a volver a casa aunque te lo haya ordenado un policía.
De todas formas, no nos pudimos ir sin que antes uno de los policías, delante de nuestros hijos, comparara la situación actual con una guerra y nos recordara que «la ley es igual para todos». No era momento para chistes, ignoro qué dice la Ley Mordaza sobre el sentido del humor. No obstante, hasta a mi hija de ocho años le resulta evidente que pasar el confinamiento en una casa con varios cientos de metros cuadrados y otros tantos de jardín, como aquella tras la que nos encontrábamos cuando apareció la policía, debe de ser bastante más saludable y llevadero que hacerlo en nuestro piso de alquiler sin balcón. Anatole France dijo una vez que «la majestuosa igualdad de las leyes prohíbe, tanto a los ricos como a los pobres, dormir bajo los puentes, mendigar en la calle y robar pan».
De todas formas, al día siguiente volvimos a salir al monte y a la calle, y así lo hemos hecho hasta hoy, porque ésta nos parece la mejor manera de cuidar de nuestros hijos, de nosotros mismos y de la sociedad. Los de mi generación, afortunadamente, y gracias al esfuerzo de muchos otros, no tuvimos ocasión de declararnos insumisos al servicio militar obligatorio. Sin embargo, el mundo actual nos brinda y brindará muchas otras ocasiones para practicar la insumisión, y creemos que el mundo será mejor si lo hacemos.
No he escrito esto antes porque no quería poner el foco de atención, ni el represivo, sobre aquellas personas que, como nosotros, han decidido no seguir, respecto a sus hijos, todas las directrices del decreto del estado de alarma. Ahora que ya podemos salir una hora a la calle con nuestros hijos, no quiero terminar estas líneas sin mandar un abrazo a esos padres con niños con los que fortuitamente, y sin mediar palabra, me he cruzado en estas seis semanas. Nos hemos visto y nos hemos reconocido. Un abrazo. Asimismo, quiero agradecer a todos aquellos que nos han visto desde sus ventanas y, tal vez sin estar de acuerdo con lo que hacíamos, han optado por no llamar a la policía. Gracias.
Sólo me queda desearos a todos buenas noches. Voy a contarles a mis hijos el cuento del vicepresidente que se compró un caserón con jardín y después encerró en sus casas a sus antiguos vecinos del barrio obrero.
Nos vemos en la calle.
Un padre insumiso
Se puede reproducir este texto tranquilamente
P.D.: Si alguien quiere saber más acerca de las evidencias científicas a las que me he referido más arriba, puede consultar «El confinamiento infantil no tiene base científica», Ewa Chmielewska, CTXT, 21 de abril de 2020.